Aquí tenéis un cuento mío que fue publicado hace unos añitos por la Junta de Andalucía. A ver si adivináis el final
LA
DIOSA DE ROMUALDO
Me
gusta ser la diosa de Romualdo. Hace ya diez años que vivimos
juntos. Apareció un día en mi puerta por casualidad. No trajo nada
consigo, ninguna señal de su anterior pasado, ningún nombre,
dirección u objeto. Aún así, supe desde el principio que no era un
cualquiera sino que, simplemente, la vida no se había comportado con
él. Me hechizaron sus ojos azabaches, el aplomo melancólico de su
mirada y la mansedumbre errada de su figura. Y le abrí la puerta
para dejarlo entrar.
A
pesar de su abandono, por su delicadeza al acercarse a mí, al
apretar su cuerpo contra el mío, deduje que ya había vivido con
otra mujer. Sin embargo, nunca dio muestras de echarla de menos. No
sé qué habría pasado pero yo sabía que en su corazón no había
ninguna nostalgia hacia mi predecesora.
Y
esa total ausencia del ayer me hacía sentir como si solo
hubiera existido yo, como si el hecho de haberle abierto la puerta
fuera el de inculcarle
vida para empezar a ser.
Por
eso me fastidió tanto la intromisión de Rosana. Parecía que iba a
poner en peligro mi condición de diosa, aunque, como más tarde me
di cuenta, no hizo sino afianzarla.
Era
la pelirroja del bajo. No sé qué tenía que, aunque no valía nada,
se los llevaba a todos detrás. Para mí que era por su manera de
menearse. Alguna vez mientras Romualdo y yo esperábamos al ascensor,
llegaban Hilario y ella de dar una vuelta. Hilario siempre me pareció
muy agradable y nos saludábamos intercambiando pequeños chismes de
la vecindad. No nos dábamos cuenta de que, mientras tanto, los otros
dos estaban embelesados. Cuando por fin Hilario se decidía a subir
las escaleras hasta su rellano, Rosana lo seguía, y Romualdo se la
comía con la mirada, casi jadeando. Y es que lo sabía hacer muy
bien, la muy perra. Subía con mucha lentitud y esmero. Cada vez que
se posaba sobre un escalón, inclinaba la cadera levemente hacia
dentro, provocando una suave ondulación en la nalga, y un calambre
en los ojos de Romualdo que lo hacía respirar aún más fuerte. Así,
iba subiendo peldaño a peldaño y el otro se hubiera lanzado si no
fuera por que yo estaba delante. Cuando llegaba al rellano,
aprovechaba que Hilario estaba metiendo la llave en la cerradura para
girar su cuello con suavidad hacia nosotros, con mucha lentitud, para
darle tiempo a que apreciara el brillo de su pelo rojizo y las ondas
que se formaban al moverse. Lo miraba un momento con fijación, con
una especie de atrevimiento tímido, para seducirlo con esa mezcla de
desprotegida fatalidad diluida en sus ojos infantiles, que tanto
gusta a los que son tan sensibles como mi Romualdo. Y cuando íbamos
subiendo en el ascensor, notaba yo que una nube de nostalgia lo
circundaba, como si estuviera sopesando en su interior si valdría
más la pena ser libre que ser leal.
Por
esos pequeños encuentros me di cuenta que a Romualdo le gustaba
mucho Rosana. En cuanto podía se pasaba horas y horas en el balcón,
mirando como ella tomaba el sol unos pisos más abajo. Por supuesto,
se sabía observada, pero tenía la suficiente picardía para hacerse
la ignorante. Le gustaba dejarse mirar, paladear sentirse añorada y,
supongo, vivir esa sensación platónica que la convertía casi en
reina.
Y
es que en realidad Romualdo tenía algo de ingenuo con el género
femenino. Parecía estar dotado de una gran experiencia, pero había
en él cierta candidez que lo hacía manejable, y que cualquier
malintencionada podría advertir con facilidad. Por eso me repateaba
un poco la Rosana. Con su estilo de muñeca frágil de puticlub, me
lo había engatusado de la manera más desgarrada.
A
partir de entonces apenas comía ni le gustaba estar a mi lado.
Buscaba la soledad y se pasaba las tardes en el balcón con la cabeza
inclinada hacia abajo, mirando cómo coqueteaba en el parque con
otros. Yo no entendía cómo Hilario no la tenía más en cintura, o
si estaba al tanto de sus correrías, porque ella acababa siempre
desapareciendo detrás de los matorrales con alguno. Y mi Romualdo se
quedaba en el balcón casi llorando. Observaba con pesadumbre la
puerta de la calle y luego a mí, sin ningún odio, aceptando su
destino contradictorio.
Comprendí
que esa situación no se podía prolongar durante mucho tiempo. Yo
debía de ser más flexible. Aunque se me rompiera el alma por no
verlo en casa, debía aceptar su naturaleza y, si quería mantenerlo
a mi lado, dejarle un margen de libertad. Al fin y al cabo conmigo
tendría comida y cobijo. Siempre volvería a mi lado. Yo era su
diosa, poseedora de su destino, y ninguna golfa callejera me iba a
derrocar. Dejarse llevar por sus instintos lo haría volver a mí,
incluso más dócil.
Una
tarde que estaba mirando hacia el parque lo llamé. Le abrí la
puerta sin decir nada. Sostuvimos un momento las miradas aunque él
enseguida bajó la suya. Lo había entendido. Cruzó la puerta con
lentitud, volviéndose para saber si lo iba a llamar en el último
momento. No lo hice. Él bajó con solemnidad las escaleras, aunque
yo sé que el último tramo lo hizo corriendo.
Me
daba igual que estuviera con Rosana. Ella lo haría sufrir antes de
entregarse a él. Pero aún así aquella misma noche volvería.
Y
lo hizo. Cansado, con la respiración entrecortada y, me cuesta
decirlo, feliz. Yo hice como si no notara ningún cambio en su vida.
Sin apenas hablarle, le puse la cena que amorosamente había hecho
para él. Esas eran mis armas. Ya que no le podía despertar grandes
pasiones, lo ganaría por los pequeños detalles de la vida
cotidiana. Siempre tendría su comida a punto, sin recibir a cambio
ninguna queja ni ningún sermón. Y además, eso me encumbraba aún
más. Yo era su diosa, por lo tanto, estaba muy por encima de esas
pasiones suyas.
Lo
de Rosana le duró poco. Todo el frenesí se convirtió en comodidad.
Ella le despertó el deseo de conocer la vida. Y a pesar de que esto
le favoreció en un principio, luego se le volvió en contra. El fiel
amante dejó de serlo, de suspirar durante horas desde el balcón, y
ella se convirtió en la vecina con un culo soberbio y siempre
accesible.
Hasta
cierto punto me alegré. Ya era hora de que se le bajaran los humos a
esa perra, simulacro de nena de gánster
de los cincuenta. Pero, como contrapartida, alguna noche se las
pasaba fuera de casa. Incluso a veces desaparecía durante tres o
cuatro días. Empecé a dudar si yo realmente era su diosa. Me hizo
pasar momentos muy angustiosos. ¿Le habría pasado algo? ¿Aparecería
en la puerta de cualquier otra de la misma manera que había
aparecido en la mía? Sobre todo este último pensamiento me
torturaba.
Afortunadamente
siempre volvía cansado y cabizbajo. Yo le reñía y lloraba y él
escuchaba silenciosamente, indicándome que lo sentía mucho, pero
que aún así lo volvería a hacer. Al final todo quedaba en un
susto, unas cuantas lágrimas y la consabida reconciliación y, al
día siguiente, salíamos otra vez juntos a pasear.
Ahora
ya es viejo. Han pasado los años de zozobra de su juventud. Apenas
mira a las hembras. Ha perdido todo el interés por ellas y lo único
que parece preocuparle es la comida. Como si hubiera cambiado una
pasión por otra. Eso le ha hecho aumentar de peso. Pero yo lo
prefiero así, es más hogareño. Por supuesto, le siguen gustando
los paseos, en especial el de la última hora de la tarde porque es
el más largo. Atravesamos el parque juntos y cuando llegamos a la
arboleda, él me trae algún palo asequible para llevar en su boca y
yo se lo lanzo bien lejos. En cuanto lo vuelve a coger, viene hacia
mí, hacia su diosa y me lo entrega como ofrenda, ladrando feliz,
para que vuelva otra vez a lanzarlo.
Patricia Sánchez-Cutillas
http://www.talleresdeescrituracreativa.es
patricia@talleresdeescrituracreativa.es
Me encantó la ironía y el retrato cruel de la hostilidad femenina malamente enfocada, tan ridícula. El amaestramiento, para mi, nunca fue una opción, pero sé que existe y que muchos matrimonios se han mantenido gracias a ello, triste desesperación...
ResponderEliminarEstá super bien contado. Impecable... y el final.... el final no tiene precio :)
Hay quien pregunta si se ha vuelto perro y yo siempre respondo lo mismo, no, es perro desde el principio.
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