viernes, 21 de octubre de 2016

Libertad, poema de Carolina Coronado


Libertad
de Carolina Coronado

Risueños están los mozos,
gozosos están los viejos
porque dicen, compañeras,
que hay libertad para el pueblo.
Todo es la turba cantares,
los campanarios estruendo,
los balcones luminarias,
y las plazuelas festejos.
Gran novedad en las leyes,
que, os juro que no comprendo,
ocurre cuando a los hombres
en tal regocijo vemos.
Muchos bienes se preparan,
dicen los doctos al reino,
si en ello los hombres ganan
yo, por los hombres, me alegro;
Mas, por nosotras, las hembras,
ni lo aplaudo, ni lo siento,
pues aunque leyes se muden
para nosotras no hay fueros.
¡Libertad! ¿qué nos importa?
¿qué ganamos, qué tendremos?
¿un encierro por tribuna
y una aguja por derecho?
¡Libertad! ¿de qué nos vale
si son los tiranos nuestros
no el yugo de los monarcas,
el yugo de nuestro sexo?
¡Libertad! ¿pues no es sarcasmo
el que nos hacen sangriento
con repetir ese grito
delante de nuestros hierros?
¡Libertad! ¡ay! para el llanto
tuvímosla en todos tiempos;
con los déspotas lloramos,
con tributos lloraremos;
Que, humanos y generosos
estos hombres, como aquellos,
a sancionar nuestras penas
en todo siglo están prestos.
Los mozos están ufanos,
gozosos están los viejos,
igualdad hay en la patria,
libertad hay en el reino.
Pero, os digo, compañeras,
que la ley es sola de ellos,
que las hembras no se cuentan
ni hay Nación para este sexo.
Por eso aunque los escucho
ni me aplaudo ni lo siento;
si pierden ¡Dios se lo pague!
y si ganan ¡buen provecho!

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jueves, 13 de octubre de 2016

ACERTIJO LITERARIO NOVIEMBRE2016


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 ACERTIJO LITERARIO

Apolo le puso orejas de burro por su mal oído musical.
Aunque es rey se peina como la Dama de Elche
Le pidió a Dionisios un deseo que le convirtió en rico y desgraciado.
Solidificó a su hija.
Mató a su barbero.
La comida y el agua se vuelven valiosísimas en sus manos.
Todo lo que toca sufre una transformación.











SOLUCIÓN. El rey Midas.
Copyright Patricia Sánchez-Cutillas

patricia@talleresdeescrituracreativa.es

lunes, 10 de octubre de 2016

Poemas de Emily Dickinson

Aquí tenéis los poemas de esta poeta estadounidense


Cuán dulces, querúbicas criaturas son estas nobles damas
antes de atacar a las pelusas
o de violar a una estrella.
Esas algodonosas convicciones
un horror tan refinado
de la naturaleza humana maculada
de la deidad avergonzada.

Es una gloria tan común
un título de pescador
la redención, frágil señora,
estar tan avergonzada de Ti.
(c. 1862)



Solamente saber cuánto sufrió sería un don querido
saber si había ojos humanos cerca
a quienes poder confiarle Su mirada vacilante
hasta que la posara ampliamente en el Paraíso.
Saber si fue paciente, contento en parte
si morir fue como lo había pensado o diferente
si fue un día agradable para morir
y si la luz del sol iluminó Su camino.
Cuál fue su último pensamiento: el hogar o Dios
o lo que dirá el Distante
al enterarse de que terminó Su naturaleza humana
aquel día.
Y Sus deseos —si tuvo alguno—
apenas su suspiro subrayado
hubiese sido legible para mí
y si sintió confianza hasta
que la enfermedad dalió revoloteando de la Fuente Inagotable.
Y si habló, cuál nombre fue el mejor
cuál el útimo
cuál el que se rompió con Él
cuál el más adormecido.
Tuvo miedo o estuvo tranquilo
llegó a saber
cómo pudo crecer la conciencia consciente
hasta que el amor que fue, y el amor demasiado bello para ser
se unieron, y la unión fue eternidad.
(c. 1862)
(Traducción de Marcelo Dos Santos)
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sábado, 8 de octubre de 2016

Novela sobre interpretación de sueños: La isla de la nada


Hola, 
Aquí tenéis el primer capítulo de mi novela La isla de la nada. Trata sobre un diario de sueños. Unos detectives tienen que interpretar las metáforas oníricas para resolver un aparente suicidio. 

LA ISLA DE LA NADA

PRIMERA PARTE
LA ESTRELLA MUERTA

CAPÍTULO I

Estoy dentro de un tren parado en una estación, rodeada de mucha gente que tiene una herida en el lugar de la boca. Tengo que llegar como sea a mi destino, con tanta urgencia, que los nervios apenas me dejan respirar. De repente, entre la multitud veo a mi padre. Debo pedirle perdón. A lo mejor pierdo el tren, pero tengo que hablar con él. Bajo corriendo por las escalerillas. Cuando dejo de asirme a la barra metálica, algo se me desgarra. Creo recordar que son los dedos. Ya en el andén intento gritar para llamar su atención, pero no sale ninguna voz de mí, no puedo hablar. Él no me ha visto ni ha intuido mi presencia, a pesar de que los muertos lo saben todo. Entre las cabezas lo distingo saliendo por una puerta. Cuando cruzo el dintel, todo se transforma en una gran explanada rodeada de edificios en ruinas, y en el centro de ella hay varios corros de buitres a los que la gente da de comer como si fueran palomas. Un hombre joven, que me está mirando, me dice: "Ten cuidado que a veces atacan a las personas". Yo paso con miedo entre ellos, con tanta cautela, que cuando me quiero dar cuenta ya he perdido a mi padre y también he perdido el tren.



Licinio cerró La isla de la nada y permaneció ensimismado. A través de la ventana se veía discurrir menos coches de lo habitual, se notaba que era el Día de los Difuntos. Vio pasar un autobús de servicio especial hacia el cementerio, y a gente con ramos de flores que se marchitarían en un par de días. Se preguntó dónde estaría enterrada la autora de La isla de la nada, en qué lugar de Madrid habrían colocado ese cuerpo castigado por la tortura de sus propios sueños, dónde se habrían ido su pensamiento y su miedo, y cerró un momento los ojos tratando de imaginar la mano femenina que había escrito ese diario en la intimidad de su ordenador, convencida de que nadie lo iba a leer nunca.
Desde que Licinio había empezado La isla de la nada, no había cesado de absorber pedazos de otra vida, de una vida que había desgarrado a quien tenía que sumirse en ella, como quien concibe a una rata dentro de sí mismo que, cuando crece y lucha por salir, destroza el cuerpo que la hospeda. Así eran los sueños de aquella mujer de veintiocho años, como ratas desesperadas por salir a la superficie. Sueños que procedían de las alcantarillas más sucias de la mente, sueños que la vaciaban y la herían.
Y porque él también empezaba a sentir la herida de su propia suciedad, pensó que quizá no debieran haber cogido el caso. Tal vez tendrían que habérselo dejado a los psicólogos; los detectives no estaban para seguir el rastro enfermo de la mente.

El reloj marcó en ese momento las cuatro menos cuarto. Desde pequeño había amado las horas y las fechas, le colocaban siempre en el momento adecuado. Pero desde hacía unas semanas el tiempo no pasaba para él, se sentía retenido en el mismo punto y los relojes y los calendarios no hacían sino confundirlo.

Samala estaría a punto de llegar. Ojalá acudiera pronto para que los roedores de su pasado no empezaran a castigarle. Abrió una página al azar y comenzó a leer de nuevo:

Nado dentro de un mar gris en un día claro y sin sol. En la orilla hay un grupo de gente, todos con togas negras. Al salir del agua, me doy cuenta de que estoy desnuda. Un hombre muy atractivo viene hacia mí con un velo de novia en la mano. Pero el grupo de gente me mira de forma hostil y yo temo que alguien intente agredirme. Trato de correr, desesperada. Pero no sé qué me pasa, no puedo moverme. Cuando miro hacia abajo, veo mis pies enterrados en la arena. No puedo sacarlos. Tiro y tiro de ellos con mucha fuerza. Siguen inmóviles. Al cabo de unos minutos miro hacia atrás. Aún estoy en la playa y todos han desaparecido. Ya no hay peligro y, sin embargo, comienzo a llorar, desesperanzada, porque no puedo mover las piernas.

Cuántas veces había soñado él con la vergüenza de estar desnudo, cuántas veces y cuánta gente también lo habría hecho. Ese sueño se habría repetido de forma indefinida, quizá durante siglos, en miles de conciencias. Pero ella aportaba algo más: el miedo a la agresión o, para ser más exactos, el miedo a una falsa agresión que no llegaba a ocurrir, que no existía pero que le descubría el pánico a su propia impotencia.
La impotencia por no encontrar a su padre en ninguno de sus sueños, por no poder escapar cuando quería, por no poder ni moverse ni sentir... Como si en cada acto que hubiera intentado realizar en su vida hubiera un germen demoledor que la paralizaba antes de iniciarlo.
El ruido de unos tacones enérgicos y desasosegados subiendo desde el portal se le mezcló con su pensamiento. Por la brusquedad con que la llave se introducía en la cerradura, dedujo que su compañera estaba aquella tarde de mal humor.

La puerta de la oficina se abrió, los tacones se afirmaron aún más y enfilaron hacia su despacho. Samala, ojerosa y probablemente con resaca, se asomó bajo el dintel de la puerta.

Odio a las madres, Licinio, las odio a todas. Me gusta este caso pero no sé si voy a ser capaz de ponerme a las órdenes de una de ellas.
Al entrar, lanzó su bolso sobre el sofá, cogió una lima del bote de los bolígrafos y se repantigó sobre una de las sillas.
No puedo con ellas, sobre todo con las sacrificadas y me parece que nuestra doña Eulalia es de ese estilo.
Se limó un poco el dedo corazón y luego lo levantó para estudiarlo a contraluz.
Tiene gracia esto de tener que venir hoy a trabajar. Después de cinco años, de repente, le entra la impaciencia. Yo creo que le da morbo empezar el Día de los Difuntos.
No despotriques contra quien te va a dar de comer.
Espérate a que no nos eche veneno en la comida.
Y, a continuación, dejó la lima en el bote y comenzó a juguetear con el manuscrito de La isla de la nada.
Me llama mucho la atención la frase con la que empieza el diario. ¿La has leído? —buscó la primera página—. Aquí está: Siempre he tenido la sensación de que nunca he querido a nadie, de que mi corazón no es más que hielo vestido de carne tierna. Al único hombre que amé lo he desquiciado y a las únicas personas que me aman las estoy destruyendo. Para mí que la mató el marido cuando leyó esto.

Licinio sintió que la irritación lo dominaba. Necesitaba moverse. Se levantó con brusquedad. Últimamente le asaltaban oleadas de rabia, pero no sabía cómo sacarlas de su cuerpo. Su compañera debió de percatarse de que se acordaba de Virginia porque cerró el manuscrito de golpe y enseguida dijo:

¿Sabes? Ayer leyendo La isla de la nada me di cuenta de que oí algo de este caso hace unos cinco años. Yo estaba cenando en casa de unos amigos de Esteban. Recuerdo que uno comentó una noticia un poco rara, oída en un programa de esos de radio local. Una mujer se había suicidado dejando solo un diario de sueños. Me acuerdo que Esteban empezó a hacer comentarios macabros, como no, sobre qué preferiríamos si nos diera por suicidarnos: dejar una carta al juez o un diario de sueños...
¿Qué contestaste? —la miró mientras recordaba al pobre Esteban, el hombre caballo, el caballero que había visto a Samala como una delicada dama a la que había que proteger.
Pues yo, como ya estaba un poco hartita de Esteban y de todos sus amigos, que no eran más que una panda de meapilas, les dije que prefería la carta porque el psiquiatra me había puesto una temporada a estudiar mis propios sueños y, de lo enrevesados que eran, me daba menos vergüenza que me sorprendieran desnuda y follando en mitad calle. Se me quedaron todos medio espantados. Primero por lo del psiquiatra y luego porque esa gente nunca habla de follar. Sobre todo Esteban, que los escasos meses que estuvimos saliendo se los pasó intentando reeducarme.
Sonrió satisfecha y prosiguió:
Antes de dejarlos un poco fríos para el resto de la cena, sé que alguien comentó que por motivos éticos la familia no quería que el diario llegara a la policía. Pero la policía lo tomó como prueba, ya sabes, porque alguien lo tiró a la basura después de que ella muriera. Esteban, para romper el hielo, los indujo a todos a bromear sobre qué tendría el diario para que alguien se hubiera tomado la molestia de entrar en una casa con fiambre.
¿Y?
Pues la verdad es que no consigo acordarme a qué conclusiones llegamos. Supongo que algunas inútiles, por supuesto. Mi ex era un hombre descafeinado, con amigos descafeinados a su alrededor, de esos que te están intentando cambiar para que te adaptes a las normas sociales, un niño bueno cargado de razones y de crueldades y que no te respeta nada como persona.
Licinio notó que Samala se iba enfadando a medida que lo contaba. Su cuerpo se erguía mientras el ritmo de la voz se aceleraba.
Creo que no he conocido a nadie más cruel que la gente meapilas. A ti te caía bien, no sé por qué razón, pero te aseguro que detrás de él no había más que mierda. Menos mal que me di cuenta porque ya empezábamos a hacer planes más trascendentes.
Para Esteban los planes trascendentes serían los de boda religiosa, para Samala consistirían en la convivencia. En realidad no hubieran llegado muy lejos como pareja.
En esa familia se trataba a las personas como una oveja. Ahí si entrabas a formar parte de “el apellido“, no te dejaban en paz ni a sol ni a sombra, tenías que estar con ellos y vestir como ellos querían. Adiós minifaldas, películas en salas de versión original, cursos después del trabajo... La verdad es que tuve mucha visión dejándolo.
Samala le había contado la misma historia más de una vez. Parecía como si lo de Esteban le hubiera costado dejarlo y aún trataba de convencerse de que había hecho lo mejor.
A mí Esteban me caía muy bien, pero en realidad no pegabais —dijo para apaciguarle.
Notó que el rostro de Samala se distendía. Pero lejos de hacerla callar, se entusiasmó.
¿Te he contado lo de la bisabuela que encerraron en un sótano para que no se casara con un comerciante? Es una historia de familia que cuentan en plan gracioso, pero que en realidad refleja la mentalidad de ellos, aunque ahora vayan de modernos. Por no hablarte de la tía que incapacitaron, esa ya en los años cincuenta. Tienen una tía vieja, fea y atontada que por lo visto de joven era una belleza y se enamoró de un individuo casado. Bueno, pues la familia la cogió, la declaró loca, la metieron en un psiquiátrico sin tener ni una enfermedad mental; a los cinco años salió medio atontada y gruesa y el individuo casado ya no quiso saber nada de ella. Ni él ni ningún otro. Recuerdo que Esteban me contaba aquello como una broma y que a mí me parecía una tragedia. Me entraban ganas de llorar...
Licinio miró el reloj. Samala estaba demasiado enfrascada para medir el tiempo y la interrumpió:
Ya son las cuatro, Samala. Vámonos.

El detective estaba incómodo. La voz aguda de Eulalia Somosierra lo ponía nervioso. La sentía como un llanto sin solucionar. Sentados los tres alrededor de la mesa, se encorvaba sin suficiente lugar para estirar las piernas y, sobre todo, sin escapatoria. Había algo en ese salón con paredes forradas de madera que le intranquilizaba. Y no sabía qué, porque la bandeja de dulces, las fotografías sobre la repisa, la luz difuminada a través de los visillos, armonizaban con el entorno. Y sin embargo sentía inútilmente la necesidad de que su mirada tropezara con un objeto que rompiera aquella armonía marrón un tanto decadente.
Eulalia se llevó a los labios la servilleta de hilo y dijo:

A las once y media de la noche, yo ya estaba acostada y Leona me despertó. Entró en mi cuarto sin llamar. "Se tiene que vestir, señora”. Yo no entendí por qué me decía eso. Di media vuelta y seguí durmiendo. Pero ella vino hasta mi cama y me despertó. Entonces, la oí llorar mientras me zarandeaba enloquecida. Encendí la lamparilla y vi que tenía los ojos rojos "¿Qué pasa?", le pregunté. "Que la señorita ha muerto", respondió. "Dese prisa si quiere ver cómo fue".
¿Se lo dijo así? —preguntó Samala.
Me lo dijo así, de una puñalada —Eulalia movió la cucharilla del café con furia mientras cerraba los ojos para contener las lágrimas—. Este tipo de gente, ya se sabe, puede tener un gran corazón pero son muy brutos —dio un sorbo—. No recuerdo muy bien lo que pasó. Sé que se me agarrotó el pecho. Me vestí automáticamente. Me habían dicho lo peor, y en mi desesperación aún pensaba que se habían equivocado. Mi hermano Roberto vino enseguida, el pobre, siempre tan bueno... Llegamos a la casa de mi hija. Allí estaba todo acordonado por la policía. Creo que Roberto habló con alguien, no me acuerdo muy bien de esos momentos. Por el camino me dieron el pésame. Y en ese momento me derrumbé.
Eulalia hizo ademán de secarse las lágrimas.
No les importa que llore, ¿verdad?
Licinio lo negó con un movimiento de cabeza. Se fijó en cómo la anfitriona, hundida en el sofá, envuelta en aquella soledad marrón, se sacaba un pañuelo de hilo del bolsillo de su traje chaqueta para sonarse la nariz y continuar.
Cada vez que hurgo en la herida, el dolor me ataca — guardó el pañuelo—. Me subieron al piso entre Roberto y un policía. Me preguntaron si estaba preparada para ver el cadáver. Yo le dije que sí. Nada más entrar vi a mi yerno en la sala, lo estaban interrogando. Cruzamos las miradas sin decirnos nada. Luego fui hacia el baño. Mi hija estaba en la bañera —se llevó la mano a la boca como si fuera a contener un grito—. Había sangre por todas partes —rompió a llorar—. Estaba en la bañera toda sucia, toda rodeada de rojo.
Eulalia se levantó.
Perdonen. No quiero hacerles una escena.
Lo podemos dejar para otro día, si quiere —dijo Licinio, confuso. Se sentía mal por provocar la resurrección de un dolor—. O incluso esos detalles los podemos ver en los informes.
No, otro día va a ser igual. Prefiero acabar hoy.
¿Quién más estaba allí? —preguntó Licinio.
No tuve ojos nada más que para el cuerpo de mi hija —su voz había adquirido un tono más lento—. Sé que me dejaron pasar, e inclinada sobre la bañera me pregunté qué diferencia había entre estar vacía o llena, entre aquella noche o la anterior. Hasta que empecé a pedir a gritos que alguien volviera a meter toda la sangre dentro de su cuerpo —volvió a sentarse y cruzó las piernas—. No me acuerdo de más. No sabía qué hacer. Le dije a Roberto que me llevara con Javier, mi yerno. Necesitaba verlo, abrazarlo. Pero él —movió la cabeza de un lado a otro— ¡qué hombre!, ni siquiera en aquel momento quiso olvidar. Le dijo a la policía que no quería ni verme. Luego me enseñaron una bolsa de plástico negra, de las de basura. Olía mal. El ordenador estaba dentro. Sí, era el suyo, era la misma marca, un olivetti portátil. Aún recuerdo el primer día que lo trajo a casa. Sería un año antes de casarse con ese... prefiero no hablar porque la hizo una desgraciada. Nadie se podía imaginar que esa máquina iba a durar más que ella.
Él se acordó de los informes de la policía. En el ordenador solo estaba metido el programa de tratamiento de texto y para lo único que lo había usado la víctima era para escribir el diario de sueños que ella misma había titulado La isla de la nada. No se encontró nada más.
Y ya, nada. Roberto me llevó a casa. Me dieron algo más para dormir, unos tranquilizantes.
Empezó a ponerse más nerviosa y alargó una mano hacia el plato de pastas.
Luego vino la autopsia.
Comenzó a masticar con ansiedad.
Yo me negué pero tuvieron que hacérsela.
El detective se percató que su compañera examinaba con una frialdad fingida las galletas cubiertas de chocolate y cogió una mientras preguntaba:
¿Le encontraron algo?
Sí, el desayuno. No sé para qué se nutrió... El desayuno y unas cuantas pastillas de valium. La suficiente cantidad para no morirse, pero sí para atontarse y no salir de la bañera en cuanto la sangre empezara a fluir.
Ya he leído que no había huellas... —indicó Licinio.
No, por la casa no había huellas, solo las suyas y las de Javier, lógico. En cuanto al resultado de la investigación la policía lo consideró suicidio, pero hay cosas que no encajan. El contenedor de la basura donde apareció el ordenador estuvo en un cuarto cerrado hasta las siete de la tarde. Ella, mi hija —tragó un poco de saliva— murió a las once de la mañana, estuvo muerta durante todo el día. Muerta y sin su madre... —movió la cabeza de un lado a otro lamentándolo— ¿Quién tiró el ordenador a la basura?

Licinio se preguntó quién y para qué, porque no tenía sentido. Quizás a nadie le hubiera llamado la atención el diario de sueños si no fuera porque una persona, después del crimen o del suicidio, se molestó en intentar deshacerse de él. Todo hubiera quedado como suicidio, si no hubiera aparecido esa persona que entró sin forzar puertas ni ventanas y se llevó una sola cosa de la casa. El caso era muy simple pero un solo detalle lo complicaba.

Una pregunta respecto a su hija —Licinio miró fijamente a Eulalia— los informes de la policía resaltan que era muy extraño lo de la ingestión de medicamentos, ya que ella nunca tomaba nada.
A Eulalia le costó responder, pero al final lo hizo, moviendo la cabeza de un lado a otro.
No, era muy rara. Muy buena, pero muy rara. Sentía absoluto rechazo hacia las medicinas, no tomaba absolutamente nada. Yo alguna vez le recomendé alguna porque tenía muchos problemas de sueño, pero fue inútil.
Se quedó un momento absorta y prosiguió:
Lo que aún no le perdono es que muriera con mis medicinas. Por lo visto, vino unos días antes, coincidiendo con el día libre de Leona. Aprovechó que no estábamos en casa, supongo que para robármelas. El portero me lo contó más tarde y me extrañó mucho. La verdad es que esos días eché de menos las pastillas, pero no las relacioné con mi hija… Ya saben, por esa aversión que tenía a los medicamentos.
Su yerno, ¿a qué hora llegó ese día? —preguntó Samala.
A las diez y media de la noche —Eulalia cogió una pasta redonda—. Tuvo una reunión que duró hasta las nueve, ocho o diez horas después de que ella se suicidara... Luego se fue a tomar unas cañas con los compañeros. Por lo visto, según la policía, dejó un par de mensajes en el contestador, avisando que llegaría tarde. Se pasaba demasiado tiempo trabajando o, por lo menos, eso decía. Me pregunto si ahora trabaja lo mismo... —estrujó la servilleta en su mano—. Lo que está claro es que tuvo coartada durante todo el día. La policía lo investigó como el principal sospechoso y no le encontraron amantes, ni nada de eso.
Licinio cogió una galleta en forma de concha. Estaba un poco desmigajada y se le quedó un trozo en la bandeja.
¿Piensa que fue él? ¿Quiere que nos centremos en él?
Pienso que fue alguien —Eulalia lo miró contrariada. Por alguna razón, no le había gustado esa pregunta tan directa—. O él u otro. Encuéntrenlo. Yo no siento simpatía por mi yerno y no lo oculto. Pero quiero que haya un culpable, quiero que cojan a la persona que tiró aquel ordenador a la basura.
Los dos visitantes permanecieron un momento en silencio. Se oyeron ruidos de cristales en el salón contiguo. A continuación una mujer entró con otra bandeja de dulces y licor.
Gracias, Leona, está en todo.

Eulalia había dicho esto casi sin mirarla, como si estuviera acostumbrada a los detalles espontáneos de la recién llegada. Esta fue colocando, con mucho cuidado para no interrumpir, las tres copas sobre la mesa. Licinio se fijó en la melena agriada, como una mañana grisácea de noviembre, los ojos azules desteñidos, enmarcada en una cara que parecía lavada con lejía. Esa debía ser la mujer que tan mal supo dar la noticia. Algo en ella le desagradó.

Mi hija, como ya saben, era manca —dijo Eulalia mientras Leona ponía la botella sobre la mesa— nació así —siguió los movimientos de Leona con la mirada— solo tenía un muñón a la altura del codo en el brazo derecho. Siempre ha llevado brazo ortopédico. Por el muñón fue por donde la mataron. Le dieron tal tajo con el cuchillo que se desangró prontísimo.
Licinio le dijo:
Tenemos que preguntárselo para saber más detalles de su vida; el hecho ser manca, ¿cómo le afectó? —observó que Leona fruncía el ceño. Había tocado algún punto débil— ¿Se sentía más débil o, bueno, incluso más agredida que otras personas?
Le pareció que la atmósfera se volvía tensa. Leona ya había colocado la última copa y la botella de licor de avellana sobre la mesa, y llenaba la bandeja con las tazas usadas por el café, con movimientos que a Licinio le parecieron bruscos, lentos y contenidos. Eulalia en un gesto ansioso y torpe cogió la botella y sirvió el licor.
Sí, claro, sí que lo era, la pobrecita... Pero aprendió pronto a sacarle partido con su padre. Le consentía todos los caprichos —dio un suspiro—. Yo siempre he tenido el papel de la mala, la severa. Para mí, hubiera sido más fácil consentirle todo.
Bueno —dijo Samala— eso pasa siempre. Todas las madres son iguales. A mí me pasaba lo mismo con la mía, pero luego cuando ya eres mayor, lo agradeces.

Nunca acababa de acostumbrarse a la capacidad para mentir de su compañera. Oyó como a sus espaldas Leona cerraba la puerta y abandonaba la habitación.

Eulalia suspiró.
Sí, es muy difícil ser madre.
Ambas mujeres mantuvieron una mirada cómplice. Su compañera ya le había preparado el estado anímico, le había abierto puertas y se apresuró a decir:
Háblenos de su marido. Ya sé que cuando murió su hija él llevaba once años muerto pero nos gustaría que nos diera una idea general de cómo era.
La anfitriona con voz apenada y nerviosa dijo:
Me dio muchos disgustos... —y se puso la mano derecha sobre el pecho izquierdo, como si se le fuera a salir el corazón.

El detective miró la mano de Samala que temblaba al coger el vaso. Algo le pasaba porque estaba más nerviosa que de costumbre, como si se le hubiera contagiado la ansiedad con la que hablaba Eulalia.

Yo he tenido una vida muy dura, infelicidad por todas partes... Por desgracia, antes era así. Soportas todo de un hombre educado a la antigua y un buen día te das cuenta que tiene una amante. Yo me hubiera divorciado pero aguanté por la niña. Eso siempre es mejor que estar separados. Pero los niños, ya se sabe, a veces tienen más recursos de los que creemos. Sabía llevar muy bien a su padre, le sacaba todo lo que quería —dio un sorbo a la taza— a veces incluso más que yo.
Licinio vio cómo su compañera se inclinaba un poco sobre la mesa mientras decía:
Es curioso pero a mí no me ha dado esa sensación en los sueños. En muchísimos de ellos va detrás de su padre pero en ninguno logra alcanzarlo.
Reconoció aquel sutil tono depredador de Samala. No entendía por qué había salido en defensa de la víctima, cuando hacía un momento fingía solidarizarse con la madre. Eulalia dio un respingo con la copa en la mano.
¿No?

La voz de sorpresa de la anfitriona lo alertó y se dio cuenta de que esta, seguramente por no sufrir más, por no ahondar más en la herida, no había leído el diario de su hija o, si lo había hecho, no había intentado buscarle un sentido. Vio cómo Samala alargaba la mano y cogía su carpeta en busca de su oportunidad para meter el estilete.

Me gustaría comentar con usted un par de sueños, Eulalia, para que me dé su opinión.
El cuerpo de Eulalia se tensó como la cuerda de un arco, pero no se atrevió a reconocer su ignorancia sobre la conciencia de su hija.
Hay algunos —continuó la detective— no sé cómo decirle, muy obsesivos respecto a su padre. Se le va de las manos cada vez que lo intenta alcanzar, se le escapa...
El gesto de la anfitriona se paralizó. Licinio no entendía la actitud de su compañera, pero estaba dando resultados interesantes.
Su hija tiene muchísimos sueños en los que siempre está huyendo, buscando un lugar seguro y, cuando aparece la oportunidad de ponerse a salvo, siempre la pierde porque a última hora le da por buscar el rastro de su padre. ¡Qué extraño!, ¿verdad? Y nunca lo encuentra por la impotencia que siente. Siempre hay algo demoledor por encima de ella que la inmoviliza, le destroza partes del cuerpo o le acusa de un acto que ha sido mal interpretado... Algo externo y muy superior, muy fuerte.
El rostro de Eulalia continuó inmóvil. Samala se inclinó aún más sobre la mesa y con tono inocente, le dijo:
¿Tenía algún motivo para sentirse insegura o amenazada?
La interrogada bajó la mirada y jugueteó con la copa.
Conmigo no, desde luego. Quizá lo haya tenido luego con el sinvergüenza de su marido.
Pero eso es lo curioso, que en cuanto Javier aparece en su mundo onírico, suponemos que es cuando lo conoce en la realidad, porque desgraciadamente su hija no fechaba lo que escribía, tiene un último sueño con su padre. Ya no vuelve a evocarlo más y desaparece la sensación de peligro. Yo creo que en cuanto conoció a su novio, cuando Javier empieza a aparecer en sus sueños, dejó de añorar a su padre, pero no entiendo por qué.

Era mentira. Su compañera también se había dado cuenta de la ignorancia de Eulalia sobre el diario de su hija y estaba mintiendo de nuevo. Pero esta vez no sabía con qué fin; era más un ataque que la preparación de un estado anímico. Licinio recordó que cuando Javier había aparecido en las fantasías oníricas de la víctima, esta no había dejado de soñar con su padre, ni de sentirse culpable ante él. Incluso lo extraño era que la culpabilidad se acentuaba a medida que se avanzaba en el diario.
Pero debía de haber presionado algún resorte extraño del corazón de la entrevistada, puesto que su rostro se endureció aún más. El cristal resonó casi metálico y Eulalia dejó de juguetear con la copa sobre la mesa. Había perdido ese matiz patético y permanecía silenciosa y paralizada. Licinio percibió que estaba confusa, quizá por no saber si tomarse esas palabras como una agresión. Pero, a pesar de todo, reaccionó con cierta dignidad.
Y ese último sueño, ¿cuál es?

Vio como Samala buscaba entre las hojas de su manuscrito, haciendo ruido cada vez que pasaba una página. La conocía lo suficiente para darse cuenta de que había rencor en esa lentitud intencionada. Por fin, reconoció el que estaba buscando pues comenzó a leer:

Bajo por unas escaleras mecánicas. Al principio son de unos grandes almacenes pero poco a poco voy atravesando paisajes de hogares, gentes a las que veo comer sentadas a la mesa, durmiendo en sus camas o desnudándose en el baño... No puedo pararme a hablar con ellos porque estoy siguiendo a mi padre para contárselo. Después de estar así un rato, lo alcanzo. Reboso de felicidad. Por fin puedo, por fin ha llegado el momento que tanto he esperado. "Papá", le digo, "tengo que hablar contigo. Tengo que darte una explicación". Los dos nos bajamos de las escaleras y nos quedamos en una estancia de color de oro. De repente, al mirarlo cara a cara por primera vez después de su muerte, me viene un pensamiento a la cabeza: "Nunca me va a perdonar", me repito. La pared de oro se transforma en hielo y miro mis ropas. Ahora soy una mendiga muy sucia vestida con harapos: lo he perdido todo. Tengo miedo de que me tome por una impostora, de que no me reconozca como hija. Entonces, al tocarme la boca siento el chapoteo de la sangre. Intento gritar pero no puedo porque solo tengo una herida grande entre la nariz y la barbilla. Me he despertado llorando de soledad y de rabia.

Se hizo un silencio muy tenso. Eulalia se había quedado callada, con la mirada puesta sobre el mantel y balanceándose un poco, como si en ese momento el bordado de cerezas fuera el punto más importante del mundo y del que nunca debiera desasirse. Ambos investigadores la dejaron mientras la observaban. Al final, levantó la vista y los miró dolida. Licinio supo que intentaba contener su dolor con el balanceo torpe de su cuerpo.
Hacía ya años que había muerto Juan María —murmuró al fin— y aún seguía soñando con él. ¿Que qué intentaba decirle? No lo sé ni yo. Cualquier cosa. Hacía lo que quería. Es normal que soñara lo que le viniera en gana. Nunca entendí a mi hija. Era tan, no sé cómo decirlo, extraña. Nunca sabías lo que estaba pensando. No confiaba en mí lo más mínimo. Creo que nunca confió en nadie.
Después de decir esto, miró el reloj.
Ha sido una conversación muy dura para mí, estoy agotada —se llevó la mano al pecho—. Tenéis el diario, los informes de la policía y las direcciones. Con eso podéis empezar.
Los tres se levantaron y Eulalia les guió hasta el recibidor. Licinio oyó a Leona recogiendo ya las copas. Se daba prisa en colocar todo en su sitio.
Lo he pasado mal, pero tenía que hacerlo.
Samala extendió la mano para despedirse y Licinio hizo a continuación lo mismo. Eulalia les abrió la puerta y la cerró en cuanto salieron al rellano.
Una vez en la calle, se dirigieron hacia el coche paseando por la acera que daba al Parque del Oeste. Solo se oía el crujido de las hojas secas y ambos iban callados, respetando la muerte de la vegetación. Él se volvió para mirar a su compañera que tenía la vista puesta en los árboles amarillos. Nunca la había visto así, tan ida, tan alejada, tan rencorosa.
¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
Ella se sobresaltó.
No me gustan las madres, ya te lo he dicho. Y me he puesto muy nerviosa cuando he visto cómo te engatusaba.
A mí no me ha engatusado nadie —Licinio sintió herido su amor propio—. Es una mujer que me inspira compasión, pero eso no quiere decir que sea inofensiva.
Ella no le respondió, pero no se había quedado muy convencida, como si en su interior estuviera rumiando los pensamientos.
Teatro —dijo por fin— mucho teatro es lo que tiene esta. No me gusta. Mucha conciencia de madre. Me pone nerviosa.
Y tú mucha predisposición. Estás prejuzgando. No debes perder la objetividad.
Consejitos no, por favor, los odio. Que me caiga mal la Eulalia no significa que no sepa cómo hacer mi trabajo.
Y permaneció callada un momento.
Pero —saltó ella de nuevo— ¿quién coño tiraría un ordenador entero a la basura? Hay que ser animal. Parece una auténtica provocación para llamar la atención...
Alguien que tuviera mucha prisa, a quien se le estuviera acabando el tiempo.
... el yerno no le gusta. No lo ha disimulado tampoco, en eso ha sido sincera. Lo considera culpable, directo o indirecto.
Ya dentro del coche Samala seguía comentando mientras maniobraba:
Va un poco de víctima aunque también es normal en las mujeres de esa generación. El único recurso que tienen es despertar la compasión.
Giró el cuerpo para recular y continuó:
Lo único que espero es que nos haya contratado por una sospecha real y no por una guerra doméstica.

A las ocho de la tarde del sábado, Licinio llegaba a su casa con la compra hecha. Por fortuna, aún quedaba algún supermercado en Madrid que abría durante los puentes. Odiaba los puentes y no tener que ir a trabajar. Odiaba tanto tiempo libre y que afuera estuviera tan oscuro.
Quería volcarse por completo en el nuevo caso. Sentía que la persona central, la autora del diario de sueños, había vivido sobre un témpano de hielo, quemada por el frío, excluida y rota. Eso era lo que él quería sentir, quemaduras, porque después del abandono de Virginia dentro de él no había nada excepto nostalgia y autocompasión, y le atemorizaba la idea de que fuera así para siempre.
Virginia le había dicho cientos de veces que era un hombre con demasiada intimidad, un solitario que temía destaparse ante los demás. Siempre le había hecho gracia su lenguaje, su manera de ver las cosas. Pero en ese momento ese exceso de intimidad se le hacía duro y le daba rabia sentirse triste. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Cualquier otra mujer le daría lo mismo que ella y, sin embargo, ahora le resultaba difícil sustituirla.
Pulsó el botón del contestador automático para oír algún mensaje de ella, pero no le había llamado.
Fue a la cocina y comenzó a sacar la compra: las uvas, los embutidos, la carne... Colocó todo en su sitio de manera minuciosa. Se quedó un momento pensativo frente a los sobres de Sopa para uno y los guardó enseguida en el armario. La vida tenía que ser movimiento, no pararse.
Sacó el paquete de carne de una de las bolsas. Congelaría el cordero en pequeñas porciones diarias de la misma forma que un tablero de ajedrez se dividía en escaques. Mientras los iba metiendo en los contenedores, un coágulo de sangre le llamó la atención y le hizo recordar la sangre coagulada en el cuarto de baño de la víctima.
Cerró los ojos para que ese pequeño punto, esa porción de vida retenida y fosilizada, le trajera a la memoria la escena del crimen que había visto en las fotos del forense.
Ella había dejado su brazo derecho en el borde de la bañera, ni dentro ni fuera, sino en medio, de modo que después del corte tan profundo que se hizo o le hicieron con el cuchillo de cocina, la sangre se había bifurcado en dos caminos: uno siguiendo la curva sinuosa de la porcelana y otro derramándose abrupta por las baldosas y rebotando furiosa contra el suelo.
Mientras el cuerpo había empezado a tornarse rígido, la sangre rosada lamía su cuerpo en la bañera. Era difícil atisbar un poco de belleza en aquel cuerpo pálido, en el rictus rígido, en las ojeras marcadas, pero durante su vida pudo haberlo sido porque las fotos de la víctima viva le hablaban de suavidad en las formas y amabilidad en los labios, y de cierta dulzura absorta en el rostro, quizás para los demás pero nunca para sí misma.

Nunca para sí misma porque sus sueños la taladraban y hundían en el cieno de la misma manera que su mano izquierda muerta con la que asía el cuchillo, reposando sobre el sexo, se hundía en la capa sucia del agua mezclada con la sangre. El bote de pastillas, ya vacío, había sido arrojado descuidadamente por el cuarto de baño, y lo mismo había ocurrido con una copa de cristal, utilizada para ingerirlas. Lo único que no estaba en desorden era su brazo ortopédico colocado cuidadosamente sobre el taburete. Sangre, demasiado sangre, le había parecido a Licinio. El corte, si se lo había dado ella misma tal y como insistía el forense, lo había hecho con perfeccionismo, con rencor y sin retorno porque había sido profundísimo, de forma que podía haber muerto en tan solo media hora.
Se imaginó a una mujer desnuda en una bañera clavándose con rabia un cuchillo en un muñón. Pero le desagradó tanto que abrió los ojos para continuar con su tarea. Cuando abrió el congelador para colocar los alimentos, fue como si sintiera el frío de aquella casa que durante doce horas había albergado un cadáver solitario.

La frialdad le llevó a buscar la calidez del comedor donde, ya en su sillón de orejas, encendió la luz de la lámpara. Echó de menos, como todas las tardes desde hacía un tiempo, tener un perro, un animal fiel que nunca lo abandonara.
Mientras abría el diario, la figura de Eulalia le invadió la memoria. Sus palabras habían sido como una raíz que absorbía toda el agua de su alrededor, como si robara energía a las personas que se le acercaran, porque él se había quedado en un estado de agotamiento ansioso. En aquel cuerpo ya viejo, que adoptaba siempre forma de curva, y en los gestos de retorcer la mano había una succión avara y enterrada que luchaba por darse a conocer. Quizá fuera por el dolor de haber perdido a su hija y de no perdonar vivir en soledad.
La vida no debía de haberla tratado mal puesto que era una señora de un barrio bien de Madrid, un tipo humano que daba ya los últimos coletazos y que a la vez se reencarnaba en formas distintas en las nuevas generaciones. Pero su hija tenía que haber sido distinta. Su hija con esos sueños, con esa pasión por sacar una vida primitiva hacia fuera, en vez de esconderla o de conformarse con aquella armonía marrón, no podía estar vertida en un mundo donde la imagen y la luz era lo único que se reconocía. Quizá porque ese no era un lugar para mujeres mancas, era un mundo para mujeres aparentemente completas.
Se recostó en el sillón buscando una postura cómoda y fue hojeando rápidamente las páginas leídas y releídas varias veces, marcadas con bolígrafo. Eulalia era como una planta sedienta. Pero, por una razón oscura, apenas había calado en el subconsciente de su hija, ya que esta había soñado continuamente con su padre y poco con su madre. Como si no hubiera habido conexión íntima con la madre real, a pesar de haber vivido tantos años a solas con ella.
Camino con una mujer que es mi madre pero no coincide con mi madre real…, leyó Licinio y pasó de hoja buscando algo más. Voy en un autobús camino de un manicomio y una mujer desconocida, que dice ser mi madre, me obliga a saltar para que no me encierren...
Siguió buscando. Siempre había una suplantación de la figura de la madre. Por fin, dio con algo que le interesaba:
Es Nochebuena, debe de ser hace años, casi después de la muerte de mi padre porque estoy muy sola. Alrededor todo es negro. Delante de mí tengo un radiocasete para grabar un mensaje de Navidad a mi madre. Pero me siento tan mal, tan sola y tan culpable que cuando lo enchufo, solo me salen llantos y gemidos. No puedo parar de llorar ni de gemir, ni tampoco desconectar el aparato porque el desamparo que siento, quizás un castigo que merezco, no me deja mover los músculos. A continuación, estoy en una habitación con mi madre. Han pasado muchos meses, tal vez años. Mi madre me sonríe y saca de un cajón la cinta. Me avergüenzo al verla. Ni siquiera sé cómo ha llegado hasta ella. Le suplico que no la ponga delante de mí. Sin hacerme caso, lo hace y las dos escuchamos mi llanto y mis gemidos. Yo siento un profundo malestar de que mi intimidad quede tan desnuda delante de ella. El gemido y los llantos se repiten continuamente. Cuando se acaba, mi madre me mira con sorpresa y me dice: "Hija mía, ¿no te da vergüenza grabarme una cinta en la que estás haciendo el amor con un hombre?"

Se quedó pensativo durante un rato. Era un sueño muy raro, sin embargo, le estaba dando claves muy importantes sobre la relación. Si se avergonzaba tanto de que su madre la oyera llorar, si sentía su intimidad tan violada que hasta la equiparaba a que la oyera haciendo el amor, eso significaba que la relación hija-madre había estado dominada por un gran pudor emocional, al menos por parte de la más joven.
Evocó otra vez la imagen de Eulalia diciendo mi hija. Siempre recalcaba el posesivo como si aún después de muerta no hubiera cortado el cordón umbilical, como si no aceptara que ya no pertenecía a la vida.
Pero en los sueños de la víctima apenas aparecía su madre. Era una relación descompensada. O tal vez fuera la muerte la que había dotado a Eulalia de esa mentalidad carnívora respecto a su hija, la de los buitres que aparentaban ser palomas, como si aún necesitara alimentarse de ella, incluso ya cadáver.
Desde su sillón miró por la ventana. El tráfico de la calle rompía el silencio de su salón.
...quizás un castigo que merezco... Volvió a leer. Eso no era una sensación, era un juicio en presente emitido no desde el mundo de los sueños, sino desde el real.
Se levantó a dar vueltas por la habitación y permaneció un rato mirando a los objetos sin ver ninguno. En la vida real, por lo que podía deducir a través de los sueños, la víctima estaba convencida de que se merecía un castigo. Cualquier hecho destructivo lo hubiera recibido con los brazos abiertos puesto que ya se lo esperaba. Lo que en ese momento tenía que plantearse era si de verdad hizo algo terrible que le llevaba a juzgarse de esa manera o si, simplemente, estar durante años conviviendo con el patetismo de Eulalia, le había estructurado una mente lóbrega y culpable.
Al recordar los sueños con el padre, pensó que podría ser que no tuvieran importancia, que simplemente el padre significara una parte de su pasado que debía matar y que, por tanto, la aparición de Javier, su marido, marcó el principio y el fin de un ciclo de su vida. Pero el hecho de que siempre tuviera algo que decirle desbarataba esta posibilidad. Debían bucear más en el mundo de la víctima.
Cerró el diario, y volvió a leer en su cubierta como otras tantas veces: La isla de la nada. Quizás esa fuera la gran amenaza de ese caso, que tras investigaciones y rastreos de los sueños no encontraran nada más que una isla vacía. Nada tenía sentido, ni que fuera un suicidio ni que no lo fuera. En el primer caso, la persona que había puesto el ordenador en la basura quiso tapar algo sucio, algo que creía que estaba en la mente y en el diario de la víctima y que ahora mismo él podía estar leyendo sin darse cuenta porque no sabía interpretarlo. O, simplemente, quiso confundir, hacer creer que había sido un asesinato. En el segundo caso, si estaban ante un asesinato, había sido un crimen perfecto: no había huellas ni señales de violencia; las puertas y las ventanas no habían sido forzadas; nadie había oído nada extraño, hasta el punto de que cuando se cerró el caso, la policía aseguró que no había ninguna duda en que había sido un suicidio. Pero otra vez era el ordenador en la basura lo que desquiciaba todo, lo que hacía que siempre sobrara una pieza en aquel rompecabezas tan bien encajado.

Se le había ido demasiado tiempo pensando. Dejó el cuaderno sobre la mesa y comenzó a hacer la cena para acostarse pronto y no acordarse de que estaba solo.


Patricia Sánchez-Cutillas, La isla de la nada

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