martes, 4 de abril de 2017

Relato de Patricia Sánchez-Cutillas, "La diosa de Romualdo"


Aquí tenéis un cuento mío que fue publicado hace unos añitos por la Junta de Andalucía. A ver si adivináis el final



LA DIOSA DE ROMUALDO



Me gusta ser la diosa de Romualdo. Hace ya diez años que vivimos juntos. Apareció un día en mi puerta por casualidad. No trajo nada consigo, ninguna señal de su anterior pasado, ningún nombre, dirección u objeto. Aún así, supe desde el principio que no era un cualquiera sino que, simplemente, la vida no se había comportado con él. Me hechizaron sus ojos azabaches, el aplomo melancólico de su mirada y la mansedumbre errada de su figura. Y le abrí la puerta para dejarlo entrar.
A pesar de su abandono, por su delicadeza al acercarse a mí, al apretar su cuerpo contra el mío, deduje que ya había vivido con otra mujer. Sin embargo, nunca dio muestras de echarla de menos. No sé qué habría pasado pero yo sabía que en su corazón no había ninguna nostalgia hacia mi predecesora.
Y esa total ausencia del ayer me hacía sentir como si solo hubiera existido yo, como si el hecho de haberle abierto la puerta fuera el de inculcarle vida para empezar a ser.
Por eso me fastidió tanto la intromisión de Rosana. Parecía que iba a poner en peligro mi condición de diosa, aunque, como más tarde me di cuenta, no hizo sino afianzarla.
Era la pelirroja del bajo. No sé qué tenía que, aunque no valía nada, se los llevaba a todos detrás. Para mí que era por su manera de menearse. Alguna vez mientras Romualdo y yo esperábamos al ascensor, llegaban Hilario y ella de dar una vuelta. Hilario siempre me pareció muy agradable y nos saludábamos intercambiando pequeños chismes de la vecindad. No nos dábamos cuenta de que, mientras tanto, los otros dos estaban embelesados. Cuando por fin Hilario se decidía a subir las escaleras hasta su rellano, Rosana lo seguía, y Romualdo se la comía con la mirada, casi jadeando. Y es que lo sabía hacer muy bien, la muy perra. Subía con mucha lentitud y esmero. Cada vez que se posaba sobre un escalón, inclinaba la cadera levemente hacia dentro, provocando una suave ondulación en la nalga, y un calambre en los ojos de Romualdo que lo hacía respirar aún más fuerte. Así, iba subiendo peldaño a peldaño y el otro se hubiera lanzado si no fuera por que yo estaba delante. Cuando llegaba al rellano, aprovechaba que Hilario estaba metiendo la llave en la cerradura para girar su cuello con suavidad hacia nosotros, con mucha lentitud, para darle tiempo a que apreciara el brillo de su pelo rojizo y las ondas que se formaban al moverse. Lo miraba un momento con fijación, con una especie de atrevimiento tímido, para seducirlo con esa mezcla de desprotegida fatalidad diluida en sus ojos infantiles, que tanto gusta a los que son tan sensibles como mi Romualdo. Y cuando íbamos subiendo en el ascensor, notaba yo que una nube de nostalgia lo circundaba, como si estuviera sopesando en su interior si valdría más la pena ser libre que ser leal.
Por esos pequeños encuentros me di cuenta que a Romualdo le gustaba mucho Rosana. En cuanto podía se pasaba horas y horas en el balcón, mirando como ella tomaba el sol unos pisos más abajo. Por supuesto, se sabía observada, pero tenía la suficiente picardía para hacerse la ignorante. Le gustaba dejarse mirar, paladear sentirse añorada y, supongo, vivir esa sensación platónica que la convertía casi en reina.
Y es que en realidad Romualdo tenía algo de ingenuo con el género femenino. Parecía estar dotado de una gran experiencia, pero había en él cierta candidez que lo hacía manejable, y que cualquier malintencionada podría advertir con facilidad. Por eso me repateaba un poco la Rosana. Con su estilo de muñeca frágil de puticlub, me lo había engatusado de la manera más desgarrada.
A partir de entonces apenas comía ni le gustaba estar a mi lado. Buscaba la soledad y se pasaba las tardes en el balcón con la cabeza inclinada hacia abajo, mirando cómo coqueteaba en el parque con otros. Yo no entendía cómo Hilario no la tenía más en cintura, o si estaba al tanto de sus correrías, porque ella acababa siempre desapareciendo detrás de los matorrales con alguno. Y mi Romualdo se quedaba en el balcón casi llorando. Observaba con pesadumbre la puerta de la calle y luego a mí, sin ningún odio, aceptando su destino contradictorio.

Comprendí que esa situación no se podía prolongar durante mucho tiempo. Yo debía de ser más flexible. Aunque se me rompiera el alma por no verlo en casa, debía aceptar su naturaleza y, si quería mantenerlo a mi lado, dejarle un margen de libertad. Al fin y al cabo conmigo tendría comida y cobijo. Siempre volvería a mi lado. Yo era su diosa, poseedora de su destino, y ninguna golfa callejera me iba a derrocar. Dejarse llevar por sus instintos lo haría volver a mí, incluso más dócil.
Una tarde que estaba mirando hacia el parque lo llamé. Le abrí la puerta sin decir nada. Sostuvimos un momento las miradas aunque él enseguida bajó la suya. Lo había entendido. Cruzó la puerta con lentitud, volviéndose para saber si lo iba a llamar en el último momento. No lo hice. Él bajó con solemnidad las escaleras, aunque yo sé que el último tramo lo hizo corriendo.
Me daba igual que estuviera con Rosana. Ella lo haría sufrir antes de entregarse a él. Pero aún así aquella misma noche volvería.
Y lo hizo. Cansado, con la respiración entrecortada y, me cuesta decirlo, feliz. Yo hice como si no notara ningún cambio en su vida. Sin apenas hablarle, le puse la cena que amorosamente había hecho para él. Esas eran mis armas. Ya que no le podía despertar grandes pasiones, lo ganaría por los pequeños detalles de la vida cotidiana. Siempre tendría su comida a punto, sin recibir a cambio ninguna queja ni ningún sermón. Y además, eso me encumbraba aún más. Yo era su diosa, por lo tanto, estaba muy por encima de esas pasiones suyas.
Lo de Rosana le duró poco. Todo el frenesí se convirtió en comodidad. Ella le despertó el deseo de conocer la vida. Y a pesar de que esto le favoreció en un principio, luego se le volvió en contra. El fiel amante dejó de serlo, de suspirar durante horas desde el balcón, y ella se convirtió en la vecina con un culo soberbio y siempre accesible.
Hasta cierto punto me alegré. Ya era hora de que se le bajaran los humos a esa perra, simulacro de nena de gánster de los cincuenta. Pero, como contrapartida, alguna noche se las pasaba fuera de casa. Incluso a veces desaparecía durante tres o cuatro días. Empecé a dudar si yo realmente era su diosa. Me hizo pasar momentos muy angustiosos. ¿Le habría pasado algo? ¿Aparecería en la puerta de cualquier otra de la misma manera que había aparecido en la mía? Sobre todo este último pensamiento me torturaba.
Afortunadamente siempre volvía cansado y cabizbajo. Yo le reñía y lloraba y él escuchaba silenciosamente, indicándome que lo sentía mucho, pero que aún así lo volvería a hacer. Al final todo quedaba en un susto, unas cuantas lágrimas y la consabida reconciliación y, al día siguiente, salíamos otra vez juntos a pasear.

Ahora ya es viejo. Han pasado los años de zozobra de su juventud. Apenas mira a las hembras. Ha perdido todo el interés por ellas y lo único que parece preocuparle es la comida. Como si hubiera cambiado una pasión por otra. Eso le ha hecho aumentar de peso. Pero yo lo prefiero así, es más hogareño. Por supuesto, le siguen gustando los paseos, en especial el de la última hora de la tarde porque es el más largo. Atravesamos el parque juntos y cuando llegamos a la arboleda, él me trae algún palo asequible para llevar en su boca y yo se lo lanzo bien lejos. En cuanto lo vuelve a coger, viene hacia mí, hacia su diosa y me lo entrega como ofrenda, ladrando feliz, para que vuelva otra vez a lanzarlo.

Patricia Sánchez-Cutillas

http://www.talleresdeescrituracreativa.es
patricia@talleresdeescrituracreativa.es

No hay comentarios:

Publicar un comentario